Jose Antonio Alonso economista Universidad Complutense de Madrid

Es necesario ir más allá de la Ley de Cooperación Española

Conversamos con José Antonio Alonso, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, sobre la nueva Ley de Cooperación Española

Catedrático de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid, miembro del Consejo de Cooperación para el Desarrollo es uno de los principales expertos españoles en cooperación internacional. Apoya la actual ley por ser un paso adelante, pero cree que hay que ir más allá, hacia una refundación del sistema español de cooperación para ponerla a la altura de los desafíos del planeta.

Nos habla también sobre la necesidad de otorgar mayor poder a las organizaciones del sur y en la importancia de cerrar la brecha entre lo que se proclama y los medios que se ponen para tal propósito. Una ley feminista, debe tener los recursos para ello.

The Sherwood Way (TSW): Señalaba que en el 2018 la cooperación española requería una refundación más que una reforma, ¿Cómo ve la actual Ley de Cooperación?

José Antonio Alonso (J.A.): Sigo pensando que es necesario una refundación del sistema español de cooperación. Por refundación no entiendo hacer tabula rasa, iniciar todo de nuevo desde cero: hay muchas capacidades y experiencias acumuladas que deben preservarse y una red de instituciones de la que necesariamente se debe partir, pero es obligado (y urgente) revisar en profundidad las bases doctrinales y estratégicas sobre la que se ha venido configurando el sistema español de cooperación para adaptarlo a los desafíos del momento presente.

Me apresuro a señalar que no es esta una demanda que afecte solo a España. Todos los donantes –yo diría que todos los actores– están emplazados a un proceso de similar naturaleza. El mundo actual es muy distinto de aquel en el que nació la ayuda internacional: es necesario responder con una nueva mirada a una realidad que se nos presenta como distinta y que nos traslada nuevos desafíos.

La creciente heterogeneidad de los países en desarrollo ha hecho que la dualidad Norte-Sur sobre la que se había erigido el sistema de ayuda sea limitadamente expresiva de la complejidad del mundo actúa. La emergencia de nuevas voces y actores internacionales ha convertido en obsoleto un sistema que descansa centralmente en la decisión discrecional de los donantes de la OCDE y en el supuesto de que es a estos a quienes corresponde en exclusiva diseñar el futuro. La agenda internacional de desarrollo se ha dilatado y acoge hoy dimensiones que tenían una presencia menor en las políticas de cooperación del pasado (deterioro ambiental, cambio climático, gestión de las migraciones). Se ha ampliado el número de actores que operan en el campo de la financiación del desarrollo y se han diversificado los instrumentos disponibles, más allá del tradicional recurso a la donación. En fin, la complejidad de los problemas a la que nos enfrentamos reclama sumar capacidades y entender que en la construcción de alianzas entre actores diversos está una de las claves de la acción de desarrollo del presente.

Todos estos cambios, y otros muchos que he omitido, obligan a repensar el sistema de cooperación: se requieren otro tipo de agencias de desarrollo y otro tipo de respuestas de política. Son ya muchos los donantes que han iniciado ese proceso.

En las últimas dos décadas hemos asistido a cambios tanto en las prioridades de la cooperación de algunos países –pensemos en el Reino Unido o en los Países Bajos– como en la configuración institucional de los sistemas respectivos. Han desaparecido en algunos casos las agencias de desarrollo, se han fortalecido en casi todos los países las instituciones financieras de desarrollo que operan con el sector privado y se han revisado los mecanismos de coordinación interdepartamental en la acción internacional. No todos los cambios aludidos han ido en la buena dirección, pero todos sugieren que nos encontramos en un período de profunda crisis y transformación. La propia UE es ejemplo de lo que se dice, habiendo sometido su política de cooperación a un profundo cambio en el último lustro.

España está obligada a responder a ese nuevo contexto y aprovechar la Ley para poner a la cooperación a la altura de los desafíos y de las demandas que la realidad actual plantea. En el caso de España, además, la tarea es más urgente, porque llegamos a esta situación después de una larga década de desatención y debilitamiento de la política de cooperación. Disponemos de una agencia de desarrollo –la AECID– que no funciona adecuadamente, en parte porque no tiene el diseño institucional adecuado y, en parte, porque está sometida a normas que le dificultan su tarea.

Tenemos una cooperación financiera –el antiguo FONPRODE– que ha sido incapaz de responder a las expectativas con las que se había creado, pese al esfuerzo de sus gestores. Partimos de una política con los organismos multilaterales tradicionalmente fragmentada y tenemos un sistema de cooperación que presenta una muy débil capacidad de coordinación de actores, en parte por la debilidad política y técnica de su centro de dirección estratégica. Cambiar todo esto y poner al día a la cooperación española no es un objetivo que se pueda lograr con ajustes menores de lo existente, con cambios cosméticos o modificaciones puntuales, sino que demanda un rediseño de los fundamentos institucionales y estratégicos del sistema en su conjunto. A eso es a lo que yo denominé “refundar la cooperación”.

En mi criterio, la Ley no es capaz, por sí misma, de responder a este conjunto de aspiraciones. Aun así, muchos apoyamos la Ley porque pensamos que era un paso adelante necesario y que podía sentar las bases para avanzar en un proceso ulterior de reformas a través de los desarrollos normativos a que nos emplaza la Ley. Que lo haga o no dependerá de que se mantenga el impulso y la ambición reformadora en estos meses inmediatos.

Si me preguntan si soy optimista, diré que no mucho. Admito una cierta decepción: sin negar que hay cosas que se han mejorado en estos últimos tres o cuatro años, reconozco que yo esperaba señales más claras y ambiciosas de cambio; pero me temo que el inicio del calendario electoral no va a ayudar a afrontar esas reformas pendientes, con la atención y valentía requeridas. Ojalá me equivoque.

(TSW): Fuera de España ha llamado la atención el amplio consenso con el cual esta ley ha sido aprobada, con poco debate en el Congreso y un respaldo casi unánime de todos los partidos políticos, hasta los más conservadores… ¿Cómo se entiendo esto?

(J.A.): Sinceramente, creo que es bueno que eso suceda. Es cierto que los partidos políticos pueden tener visiones distintas acerca de la entidad y prioridades de la política de cooperación para el desarrollo. Pero, en mi opinión, una ley no debe descender a esos aspectos: debe, más bien, definir las bases normativas, los compromisos genéricos, la estructura institucional y la distribución de competencias propias de esa política.

Uno espera que en ese ámbito el consenso pueda ser (y deba ser) relativamente transversal. Siempre se ha solicitado que la acción internacional de desarrollo se configure como una política de Estado, con capacidad para trascender el ciclo político. Un paso primero en esa línea es, justamente, definir una ley que suscite consenso. Así sucedió en 1998 y es bueno que suceda también en 2023. Ahora bien, más allá de esta primera respuesta, hay otro aspecto en la pregunta que admite un comentario menos positivo.

Desde hace años asistimos, en España, a una reiterada postergación del campo de la acción de desarrollo en la jerarquía de las prioridades públicas y del debate político, lo que está en línea con la limitada atención que los partidos políticos han dedicado a este aspecto, normalmente considerado un capítulo menor de la acción de gobierno. Como resultado, es difícil encontrar en los cuadros de los partidos políticos o en los grupos parlamentarios a personas con un conocimiento experto en materia de desarrollo y cooperación. En ocasiones, ni siquiera es fácil encontrar interlocutores informados acerca de lo que sucede en este campo a escala internacional. Por tanto, hay el riesgo de que el acuerdo logrado no sea expresivo de la convergencia de voluntades que deriva de un ejercicio sólido y colectivo de deliberación crítica, sino que sea, más bien, la consecuencia de una renuncia a disputar algo que, al final, se considera de limitada relevancia. Ojalá no haya sido esta última la razón del respaldo a la Ley.

TSW: ¿En qué país se ha inspirado España para la elaboración de la actual ley? En el dossier documental del Congreso aparecen, por ejemplo, EE.UU., Inglaterra, Bélgica o Alemania, pero la cooperación de todos ellos es muy diferente.

(J.A.): Hasta donde sé, no ha habido un modelo de referencia al que se pretendiera replicar. No cabe negar que, en un mundo tan conectado, el cruce de influencias es inevitable. Uno mira a su alrededor y aprende de las iniciativas que otros han impulsado. Pero no creo que nadie haya buscado un referente en el que reflejar el futuro modelo de la cooperación española.

Es más, me atrevería a decir que, en estos tiempos, y a diferencia de lo que sucedía en los años ochenta y noventa del pasado siglo, no existe un modelo canónico al que nos podamos remitir. Como he señalado anteriormente, vivimos un período de búsqueda y de cambio en los modelos de cooperación para el desarrollo en buena parte de los países y ello es incompatible con la trasposición de modelos.

Así pues, las reformas deben hacerse identificando los propósitos de la acción de desarrollo en el nuevo contexto internacional y tratando de dar respuestas a los problemas que se detectan en el sistema institucional y en las políticas de las que en cada caso se parte. La pregunta relevante que debe inspirar nuestra reforma es cómo logramos que el máximo de las capacidades que atesora la sociedad española (de procedencia pública y privada) se estimulen y alineen para conseguir logros en materia de desarrollo sostenible. No se trata, pues, de buscar modelos, sino de construir respuestas a la pregunta anteriormente formulada a partir de un análisis de cada realidad nacional.

TSW: La agenda 2030, los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible, los Derechos Humanos o el Acuerdo de París sobre Cambio Climático es el compromiso renovado de esta ley que apuesta por de desarrollo sostenible para enfrentar los desafíos globales actuales. Quedan estos lejos de los discursos más ambiciosos de Antonio Guterres (ONU) o Gustavo Petro, presidente de Colombia, entre otros.

(J.A.): La Agenda 2030, el Acuerdo de París o la Agenda para la Acción de Addis Abeba apuntan hacia una acción transformadora de la realidad internacional. Pero, claramente, también brindan márgenes de holgura para que los países tomen los propósitos declarados en esos acuerdos con mayor o menor consecuencia.

La nueva Ley de cooperación creo que traslada adecuadamente el compromiso con ese tipo de objetivos, pero –reitero– de poco vale ese compromiso si no se traduce en capacidades institucionales y técnicas, recursos y prioridades de la acción pública. Y estos últimos aspectos no son propios de una ley, sino de la acción de los gobiernos.

Lo que yo, quizá, echo de menos en la Ley es un compromiso más firme con la promoción de un reequilibrio en las voces y en el poder de los países del Sur global en el seno del sistema internacional, incluyendo de forma más efectiva y protagonista el compromiso con una gobernanza global más justa. Todo ello implicaría avanzar en la decolonización de la cooperación, que es un ámbito que está ausente de la Ley.

TSW: Cuando uno habla con la sociedad civil del Sur global, lo que piden a la cooperación es simple pero relevante: regresar a una lógica de programas en vez de proyectos, apoyos predecibles que cubran también gastos institucionales y reducir una carga burocrática que les ahoga. ¿Va España en esta dirección?

(J.A.): Creo que los responsables de la cooperación son conscientes de que hay que avanzar en esa línea. Los logros, por el momento, son menores, pero las reformas debieran estar inspiradas por el propósito de transitar hacia fórmulas más generosas y estables de transferencia de confianza hacia las organizaciones de la sociedad civil, estableciendo los sistemas de control y rendición de cuentas a posteriori, de modo que se otorgue más autonomía a los actores implicados.

Ahora bien, permítame ir más allá de lo que se formula: las organizaciones del Sur no solo piden menos burocracia y mayor predictibilidad en los recursos, sino también unas relaciones más equilibradas de voz y de poder en el seno del sistema de cooperación. En este caso no tengo tan claro que en España haya voluntad de avanzar en esa línea.

Es cierto que a España le ayuda haber hecho de la necesidad virtud: su debilidad técnica e institucional le ha llevado a mantener una actitud abierta, de diálogo y escucha en los países socios. Es cierto también que esa actitud no es muy frecuente en otros donantes. No obstante, no me parece que ese resultado, que es muy positivo, sea indicativo de un meditado propósito por reequilibrar las relaciones de poder que rigen en el escenario internacional.

TSW: ¿Cómo le gustaría ver a usted la cooperación española los próximos años y qué tiene pasar para que esto suceda?

(J.A.): Hemos asistido en las últimas décadas a una sucesión de crisis (económica, ambiental y sanitaria, entre otras) que están amenazando los logros sociales y poniendo en riesgo la sostenibilidad de la vida de las personas y del planeta. Los últimos informes de Naciones Unidas sobre el cambio climático y la pérdida de biodiversidad advierten que cada vez queda menos tiempo para revertir esos procesos de deterioro ambiental.

Pese a ello los resultados de la reciente COP27 de Egipto fueron decepcionantes. La invasión rusa de Ucrania, además de subvertir las reglas internacionales y sumar un episodio más de crisis humanitaria a los ya existentes, ha desatado una crisis económica, energética y alimentaria que amenaza el bienestar de amplios sectores de la población mundial. Y, en fin, crecientes sectores ven amenazado su futuro como consecuencia de unos patrones de distribución crecientemente desiguales, del retroceso de derechos y del achicamiento de los espacios de participación democrática. Esta acumulación de desafíos obliga a una respuesta enérgica y urgente, a una acción colectiva que apueste por transformar el modelo de vida, producción y consumo que está en la base de estos episodios de crisis.

En mi opinión, la política internacional de desarrollo debería respaldar ese propósito, apuntalando las bases de una gobernanza justa y democrática del sistema internacional, que asiente y garantice los derechos humanos, persiga el cuidado de las personas y del planeta, promueva la equidad intra e intergeneracional y asiente criterios de justicia en las relaciones internacionales. Debe ser un sistema abierto al concurso de una multiplicidad de actores, inclinado a la búsqueda de respuestas innovadoras a los problemas de desarrollo y comprometido con el reequilibrio de las voces y de las oportunidades de desarrollo a escala internacional.

TSW: En cuanto a la pobreza infantil, temática sobre la cual ha publicado su libro «El futuro que habita entre nosotros. Pobreza infantil y desarrollo» (Galaxia Gutenberg, 2023), hace una mención explícita de la ley...

(J.A.): Uno de los aspectos positivo de la ley es que, en el curso de su elaboración, se alimentó un proceso muy activo de participación social, lo que permitió que los diversos actores sociales trasladasen sus visiones e inquietudes, ayudando a mejorar contenidos. El Consejo de Cooperación, que es una instancia consultiva y de diálogo en la que participan buena parte de esos actores, elaboró un rico y detallado dictamen sobre el Anteproyecto de Ley en el que se recogía buena parte de esas demandas, además de otras de índole más técnica, que fueron finalmente incorporadas parcialmente en la Ley aprobada.

Hay que reconocer que por parte de la Administración ha habido un apoyo y una escucha atenta a ese proceso de participación, lo cual es algo de lo que nos debemos felicitar. Entre esas demandas, hubo algunas referidas a la necesidad de que la Ley acogiese una más comprometida defensa de los derechos de la infancia y la adolescencia, otorgándoles una mayor visibilidad no solo como en el ámbito normativo, sino también en el estratégico.

Dicho esto, no nos confundamos: es un error habitual de la cooperación española mantener una abismal brecha entre lo que se proclama y los medios (institucionales, técnicos y financieros) que se ponen al servicio de esos propósitos. Pensemos en el ámbito de la equidad de género: las autoridades no se cansan de reiterar que la nuestra es una cooperación feminista, que adopta la equidad de género como una de sus señas de identidad, pero lo cierto es que en la AECID, que es el motor del sistema, apenas existen especialistas en género y que la unidad que se encarga de forma más especializada de promover esta prioridad está mal dotada y ocupa una posición subalterna en la estructura orgánica de la institución. Algo similar sucede en las oficinas técnicas sobre el terreno, donde las carencias de especialistas en género hacen difícil pensar que aquel compromiso declarativo se convierte en política efectiva y consolidada. Algo similar sucede con los derechos de la infancia: nadie está en contra de que ocupen una posición preeminente en la jerarquía de prioridades declaradas, pero no hay una efectiva traslación de esas proclamas al ámbito de las capacidades y recursos puestos al servicio de ese objetivo.

TSW: La cooperación descentralizada es valorada como muy positiva pues genera arraigo y mayor compromiso de la sociedad española. Sin embargo, puede percibirse desde el Sur global como un tanto fragmentada, con agencias y ONG por cada comunidad autónoma y ayuntamientos cada uno con sus procedimientos, convocatorias, interlocutores, prioridades… ¿Aborda este asunto la ley actual? 

(J.A.): Son varios los aspectos que encierra la pregunta y conviene diferenciarlos. Empiezo por lo importante. Sin ninguna duda, lo que en España llamamos cooperación descentralizada (es decir, la promovida por comunidades autónomas y corporaciones locales) constituye uno de los rasgos más positivos y diferenciadores de la cooperación española. Hasta donde yo conozco, no existe ningún donante en donde este tipo de cooperación tenga la densidad y relevancia que tiene en España. La cooperación descentralizada no solo enraíza la respuesta solidaria en el seno de la sociedad española, sino también es fuente de modelos alternativos de cooperación, de visiones y de prioridades que, en su diversidad, fomentan el aprendizaje y la emulación mutua y enriquecen el conjunto del sistema.

Cuando un sistema implica a un número muy amplio de actores tiene el riesgo de que se acentúe la fragmentación y la descoordinación. Corregir esas derivas es algo deseable, pero no debe hacerse al coste de limitar la pluralidad de enfoques existente. Dicho de otro modo, la coordinación en este caso no se debe producir como consecuencia de la imposición de una estructura jerárquica de mando que unifique el proceder de los actores subestatales, sino de una política de diálogo, que alimente un clima de confianza y complicidad en el que sea posible el alineamiento de las acciones sobre la base de unos propósitos compartidos.

Soy consciente de que no es fácil construir ese clima de confianza. Contra él conspira la dinámica de confrontación política que atraviesa el conjunto de las instituciones del Estado, que dificulta que una administración comparta propósitos con administraciones de un color político diferente. Pero creo que, aun así, es bueno que se busquen activamente esos espacios de acuerdo y colaboración (entre comunidades autónomas y de estas con el gobierno central) que permitan generar un alineamiento estratégico en algunos ámbitos.

La Ley avanza algo en esta línea sustituyendo la inoperante Comisión Interterritorial que existía antes por una Conferencia Sectorial, en donde las comunidades autónomas y el gobierno puedan convenir propósitos estratégicos comunes. Ahora bien, más allá de esta respuesta formal, es importante crear una cultura informal de diálogo y colaboración, que descanse en el respetuoso reconocimiento de las competencias de cada cual. Hay mucho terreno para avanzar en esa línea.

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